La Reforma Laboral señala que la jornada máxima diaria de trabajo es de ocho (8) horas, como lo establecía el Código Sustantivo del Trabajo desde su expedición y que fue eliminada en la Ley 2101 de 2021, donde se redujo la jornada laboral semanal de cuarenta y dos (42), pero que no dijo nada acerca de la jornada máxima diaria de trabajo, lo dejó a merced del acuerdo al que llegaran tanto empleador y trabajador, en 5 a 6 días a la semana, garantizando siempre el día de descanso y sin afectar el salario.
La nueva regulación permite
que las horas de trabajo diario se distribuyan de manera flexible, sin superar
el límite semanal. Pero si dentro de ese horario el empleado debe trabajar en
la noche, la empresa debe reconocer el recargo nocturno por las horas
laboradas entre las 7 p. m. y las 6 a. m., tal como lo ordena la ley.
Esta disposición busca modernizar el mercado laboral permitiendo que los empleadores organicen el tiempo de trabajo conforme a las necesidades productivas, siempre dentro de los límites de la jornada ordinaria y con respeto al pago de los recargos nocturnos. No obstante, la flexibilización horaria implica riesgos: si no se acuerdan con precisión, puede terminar afectando los derechos del trabajador al descanso y a la desconexión laboral, especialmente cuando el empleador asume unilateralmente la distribución variable de las horas.
El derecho al descanso y a la conciliación de la vida laboral y familiar están consagrados en el artículo 53 de la Constitución, en el Convenio 1 de la OIT y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (art. 7, lit D).
La reforma, al permitir jornadas variables de hasta nueve horas diarias,
corre el riesgo de ampliar la carga de trabajo en detrimento del bienestar
físico y mental de las personas trabajadoras. La fatiga, el estrés y la
imposibilidad de planificar la vida personal son manifestaciones directas de la
vulneración del derecho humano al descanso.
Por ello, la aplicación de la jornada flexible debe incorporar criterios de previsibilidad, autonomía del trabajador y garantías de desconexión, evitando que la flexibilidad se convierta en precarización.
La reducción progresiva de
la jornada laboral es un avance en términos de productividad y salud laboral.
No obstante, su eficacia dependerá de la capacidad del Estado para vigilar
su cumplimiento, especialmente en pequeñas y medianas empresas, donde
persisten prácticas informales de sobrecarga horaria sin pago de recargos.
La posibilidad de que los empleadores organicen turnos continuos de seis horas diarias para mantener la operación sin interrupciones puede ser beneficiosa para la economía, pero debe garantizarse que esta modalidad no implique pérdida de ingresos ni eliminación de recargos, como ha ocurrido históricamente en diferentes sectores, como por ejemplo, salud y vigilancia.
Asimismo, resulta positivo
que se contemple una jornada semestral familiar, impulsada por
empleadores y Cajas de Compensación, lo cual refleja un enfoque de bienestar
laboral y de responsabilidad social empresarial que debe
profundizarse en la reglamentación posterior.
Aunque la reforma promueve
el equilibrio entre competitividad y bienestar, persiste una ambigüedad
peligrosa: la flexibilidad puede transformarse en un instrumento de presión
laboral si no existen mecanismos efectivos de control. La realidad colombiana
muestra que muchas empresas interpretan la “distribución variable” como una
autorización para extender horarios sin compensación real o para alterar
unilateralmente los turnos de trabajo.
Por ello, más que abrir espacios para la flexibilidad, el reto del legislador y del Ministerio del Trabajo será garantizar el cumplimiento real de las 42 horas semanales y sancionar los abusos, asegurando que el trabajo no invada el tiempo destinado a la vida personal, familiar y comunitaria.
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